Por Ramón Martínez Mendoza en A Voz Limpia Cuatro
Morir se le había hecho una costumbre, formaba parte de un ritual personal, hasta el punto que había aprendido a lidiar impasiblemente con los pormenores que implican el acto de fallecer y resucitar el alma.
Esta vez la Parca lo había enviado a un destino que desconocía por completo. Al abrir los ojos se encontró rodeado de un extenso mar. Tomó algunos sorbos del agua y continuó nadando hasta arribar a un islote de arena que estaba completamente seco y que se izaba en medio del gran torrente rojo. Se abrazó a él, le escaló hasta la punta. No había a su alrededor ningún indicio de ciudad o de orden social aparente. Un viento suave, le había provocado las más dulces caricias sobre su piel.
Se recostó a una palmera gigante, vestigio de vida en la pequeña isla. La espalda se ajustó ergonómicamente hasta replegarse en una simbiosis hombre-planta. Los dos chuparon los mismos rayos y su cara se mojó con las gotas que provenían de las hojas; poesía pura que le sumergió en un profundo estado de paz; una conexión natural capaz de calmarle el alma.
Se quedó dormido hasta que un sonido similar a un toque de diana le levantó; éste provenía de un barco que había atracado justo al frente del médano. El soldado tocó varias veces la corneta hasta estar seguro que Alejandro le hubiera escuchado.
Ante tanta algarabía, no le quedó más remedio que interrumpir su dulce siesta y liberarse de la cómoda posición en la que estaba.
Lo primero que hizo fue señas con las manos a modo de pregunta, tratando de entender lo que pasaba. Al verificar el soldado que, en efecto Alejandro se había levantado, sacó de un cofre un megáfono para comunicarse:
– ¡No puede estar aquí!, ¡Este islote donde se encuentra es usado para defender nuestro país! ¿Cómo llegó aquí? ¡Debe retirarse inmediatamente! – increpó el soldado.
Alejandro trató de responder al llamado, pero su garganta expulsó un sonido gutural, parecido al que emiten algunas aves cazadoras. El oficial pensó que se debía a una burla, y le repitió el discurso, pero esta vez cargado de mucho más ímpetu.
Hizo un segundo intento y fue igual, vociferó un piar. Por tercera vez, el soldado le gritó que respondiera o se vería obligado a arrestarlo.
Cerró los ojos y buscó fuerzas dentro de sí, pero la profunda sequedad de su garganta le impidió producir algún dialecto humano. El soldado descendió en un bote de remos y armado hasta los dientes se dirigió hacia él; le apuntó a la cabeza, y le obligó a ponerse de rodillas mientras le colocaba las esposas con la otra mano.
Hay algo especial y contradictorio en el acto de redención, cuando se cierran los ojos, se respira y se asume que sólo queda rendir las fuerzas y reconocer que hay cosas que no están en las manos del hombre, que nada se puede hacer.
Alejandro conocía esto muy bien, lo había vivido infinitas veces: calmar las ansias y dejarse llevar por el simple hecho del no-movimiento, reducir el ego y entregarse al enemigo. – Confiar, lanzarse al vacío con las manos atadas, colocar los pies frente al precipicio y caer de lleno sin oponerte, dejando que el viento roa la piel. – se recalcó varias veces.
Le invadió una gran impotencia, le parecía este evento un mal augurio, considerando que ahora había cometido un aparente delito sin siquiera tener parte en ello; respiró profundo y cedió su futuro al destino.
Hizo contacto visual con el soldado, en ellos vio el dolor de la búsqueda, el cansancio que queda después de andar sin rumbo fijo. La marca de los que ponen su fe en el dogma y se escabullen de ellos mismos.
De su novela Cavando Savia (2012). Web: http://ramonmartinezmendoza.com/